Y a tres kilos de empezar la recta de los 60 kilos… Me
invaden una serie de sentimientos algo contradictorios, e incluso ilógicos.
Miro hacia atrás; viendo vídeos varios en donde aparezco,
fotos, o simples recuerdos… y lo único que siento es rechazo. Siento asco. Es
ver a alguien con sobrepeso por la calle, y lo único que me viene a la cabeza
son pensamientos con una pizca de odio incluso; “sigue comiendo sí, que es lo
que te hace falta.” Pensé sarcásticamente hace pocos días, al hallarme en un
centro comercial y ver a una chica con cierto sobrepeso comiéndose una porción
de comida rápida con unas amigas en vía pública. Y la única respuesta
medianamente sensata que se me ocurre a todo este rechazo por gente con sobrepeso;
es que me recuerdan a mí. Me visualizo en ellas. Visualizo esa desgana, ese
conformismo diario que me hacía aferrarme a la idea de que ese era el cuerpo
que iba a tener toda mi vida porque es a lo que había estado acostumbrada desde
que tenía uso de razón. Visualizo esa sensación de estar hablando y ahogarte,
ahogarte porque te falta la respiración y tu corazón se acelera súbitamente
ante tal estúpido esfuerzo. Subir escaleras y ahogarte. Andar cinco minutos y
ahogarte. Ahogarte continuamente. El cúmulo de grasa que acumuló mi cuerpo
durante tantos años era tan desorbitado que incluso sentía ciertos pinchazos
cada X meses en el pecho, leves amagos de lo que podría catalogar de… ¿“mini
infartos”? ¿Sería una locura darles ese nombre?
Llegas al punto de no salir de casa, porque más allá de esos
muros está la realidad; aquella que te recuerda que estás destrozando tu vida
día tras día, y sabes que no estás haciendo el más mínimo esfuerzo por ponerle
remedio. Recuerdo salir quizás alguna vez al mes con mis amigas (para tampoco
hacerles entender que tenía algo contra ellas y no querer explicarles que en el
fondo me daba fatiga extrema tener que ser visible para la sociedad), y en vez
de disfrutar de la salida, de su compañía, de simplemente pasar un buen rato;
estar pensando continuamente en la hora de volver a casa, para encerrarte en tu
guarida y comer. Comer y llenar ese vacío diario de sentimientos inexistentes e
“inalimentados” internos. Pensar en volver y en comer porque, como ya he dicho,
es la única forma de que nadie te juzgue, de seguir engañándote sumergida en
esa burbuja de fantasía donde nadie te mirará por encima del hombro, ni te dirá
una palabra que no quieres oír… a pesar de que seas consciente de ellas porque
te las dices diariamente en tu cabeza al final del día, antes de dormir.
A día de hoy me encuentro a tres kilos de empezar la recta
de un peso adecuadamente “normal” para mí, sí… y lejos de abrazar a mi “yo”
antiguo, le odio. Le odio por haberse conformado tanto tiempo. Y odio a toda
aquella persona que también se conforma, se conforma en vivir su vida de la
manera que cree que debe vivirla; y no como quiere y de verdad merece.
Como ya he dicho en alguna ocasión; por favor, NO te conformes.
Si hubiera sabido todos los beneficios que conlleva pesar lo que peso ahora… el
poder ponerte la ropa que siempre has querido, el no estar pensando continuamente
si tu culo entrará en ese asiento público, de empezar a gustarte cómo sales en
las fotos, sentirte atractiva, de salir y conocer gente y querer conocerla sin miedo al rechazo, en simplemente sentirte SANA y ligera… no me hubiera
planteado ni un segundo en hacer la comida una necesidad diaria básica para
subsistir, y no en un eclipse de vida.